Recuerdo con claridad cuándo fui consciente por primera vez de lo que significaba viajar. No sólo dónde, sino cómo. Una calurosa mañana de Abril en el Rajastán indio, - hay memorias que sólo la India es capaz de grabar a perpetuidad – después de una dura batalla en la estación de Jaisalmer, un billete de tercera clase en mi bolsillo daba alas a mis ilusiones de encontrarme cara a cara con las cumbres del Himalaya. En el andén, agazapados bajo una ridícula sombra, una pareja de turistas sudaban desesperados el agobiante calor. Esperábamos el mismo tren, con el mismo destino, aunque nuestro viaje nunca sería el mismo. Ellos viajaban con la esperanza de que su primera clase con aire acondicionado filtrara el polvo del desierto, que no entraría por sus ventanas; y a los parias de la India que jamás se atreverían a cruzar la puerta de su compartimento. Yo también pienso lo mismo, cuando uno tiene por delante un largo viaje hay que pensar en qué gente compartirá su destino. Es por eso que, sobre todo desde aquel día, siempre que compro un pasaje pienso en filtrar a mis compañeros de viaje. Es por eso que me gusta viajar en tercera.