Hartos de tráfico, locura de claxon y humos insoportables nos damos un respiro en las remotas montañas del Alborz; donde se pierde en la memoria la existencia de los mercenarios que, en busca de fortuna, no dudaban en raptar o, peor aún, en liquidar a personajes ilustres de la época. Motivados por la promesa del paraíso e inducidos por la vahos del hachís, los discípulos de Hasan-e Sabbah se refugiaban en estos montes a la espera de nuevos encargos. Hoy nada queda de la presencia de estos guerreros y los habitantes de Gazor Khan viven apaciblemente bajo las ruinas del castillo de Alamut. Una atalaya impresionante que sumerge al viajero en un letargo similar al que debieron de experimentar los "assassin".
Noche y día. La paz de Alamut nos parece un sueño lejano en las caóticas calles de Teheran. Sobrevivimos a su tráfico y a su polución, escapamos de su laberíntico bazar y comprobamos que la riqueza arquitectónica de su pasado se perdió para siempre en la modernidad del mausoleo de Khomeini.
Después de avanzar un paso más en nuestras gestiones para entrar en Turkmenistán, huímos de la capital sin mirar atrás, en un tren demasiado familiar para nosotros y que poco se esfuerza en disimular que antaño recorrió las vías españolas.
Llegamos a Isfahan, una ciudad impresionante, acogedora, que seduce al visitante con la belleza de sus edificios y la mirada de sus mujeres. Nos perdemos en sus calles, nos dormimos en su plaza y de vez en cuando, nos pellizcamos para cercionarnos de que no soñamos ante la majestuosidad de la gran mezquita del Imán.
Irán nos va atrapando poco a poco, en ningún otro lugar la hospitalidad se entiende como la entienden los persas; en ningún otro lugar se siente el calor de la bienvenida como en esta tierra castigada por sus gobernantes y temida por la ignorancia de occidente.