Los valles que rodean la zona de Karakol son la meca del turismo. Descartadas otras alternativas por problemas burocráticos y climatológicos, nos sumamos al grueso de aventureros que vienen a rendir culto a los Apus del lugar. Los motivos son variados, algunos por esnobismo, por curiosidad o para ver de cerca las nieves que despuntan en el horizonte, otros por pura pasión por la montaña, y no falta algún americano, de los de salvar al mundo mascando chicle, que decide ser original cruzando los puertos más exigentes calzando unas sandalias. Pasan los días haciendo preparativos, alquilando material y acopiando víveres, el grupo va engordando con el encuentro casual con Natacha y Arthur que nos acompañarán de nuevo en nuestro viaje.
El peso de nuestras mochilas, y el de los días de inactividad durante el invierno cargan de plomo nuestros pies, la marcha transcurre lenta y el cielo amenaza. En plena subida al lago Ala Kol una tormenta de granizo nos obliga a encogernos al abrigo de una vieja caseta de madera. La tormenta pasa y las nubes se van abriendo tentándonos a seguir camino y dándonos la tregua suficiente como para acampar a orillas del lago. Allí arriba no para de nevar y las tiendas van cediendo al peso obligándonos a pasar la noche en vela y a usar nuestra imaginación para poder cenar caliente.
La mañana despejada nos regala una de esas maravillas que suele ofrecer la naturaleza para compensar una noche endiablada. Subimos al puerto dejando huellas frescas en la nieve y pensando en lo bien que lo pasará el listo de las sandalias.
De nuevo el llano, nuestros días en Kirguizistán se convierten en una carrera alocada para llegar hasta China. Topamos con las enormes dificultades de las carreteras secundarias, regresamos de nuevo a Bishkek para retomar la ruta principal y para comprobar por pura diversión si los cambistas del Osh Bazar intentaban de nuevo el juego de manos que ya descubrimos en la primera visita. Conseguimos plaza de tercera clase en un camión sin carga rumbo al paso de Irkestán. El camino de Osh hasta China es largo y la carretera una de las peores que sufrieron alguna vez nuestros esqueletos. La belleza del paisaje nos hace olvidar la tortura de los baches y el polvo del camino se va apoderando de nosotros, aprovechando el estado semi ausente que nos provoca el ronroneo del motor y los pensamientos perdidos en lo que dejamos atrás con nuestro viaje. Antes de la caída de la noche llegamos al puesto fronterizo en el que nos quedaremos a dormir para afrontar los trámites con renovadas energías.
Brilla alto el sol cuando los guardas de Kirguizistán tienen a bien abrir sus puertas, pero la incomprensible idiosincrasia china nos agota esperando entre camiones a que algo suceda. Las páginas del libro van cayendo una tras otra y lo vemos adelgazar con un ojo atento a la barrera que permanece inmóvil. Una, dos, seis horas y todo sigue tranquilo. La desesperanza nos abruma y nos abandonamos resignados al aburrimiento cuando el ruido lejano de un motor nos devuelve la ilusión.
El registro por parte de los guardianes de la doctrina de Mao es estricto. Con el paso de los años, los viajes nos acostumbraron a ser sospechosos en la aduana de casi cualquier canallada. Nos acusaron en Australia de tráfico de drogas, en Sudáfrica de trata de blancas, y cada vez que pisamos la estación de Zaragoza no falta un policía de paisano que compruebe que no somos parte de una banda armada. Nada de eso nos sorprende ya, pero las mentes paranoicas siempre van un paso por delante del más ingenuo de los mortales y esta vez nuestro delito es que nuestros mapas no reflejan fielmente los límites de la República Popular. Una charla sumisa, como aconsejan las buenas costumbres del eterno sospechoso, convierte el incidente en una risa y pasamos la frontera sin más novedad que una guía hecha jirones. Porque, eso sí, un mapa que le de a Taipei el estatus de capital de país, es objeto non grato a este lado de la alambrada.