Wednesday, October 22, 2008

EL TREN DE LAS SEÑORAS


Por primera vez desde que comenzó el viaje mi rumbo busca la dirección del sol de poniente, por primera vez me dirijo a casa. Ulan Bator se difumina en el horizonte en un reguero deshilachado de yurtas y fábricas de lúgubre aspecto y mi mente está ya en Europa anticipándose a un cambio de cultura y de ritmo de vida que llegará sin duda con el cruce de los Urales.
Las horas pasan lentas, el vagón se sume en un letargo marcado por los ritmos acompasados de las vías hasta que, de repente, sin motivo aparente, los pasillos se llenan de vida, de embalajes extraños y el bullicio se apodera del arrullo hasta entonces omnipresente del tren. Aparecen las primeras casas, otra ciudad. Los dueños de los paquetes se agitan inquietos. Cientos de personas esperan en el andén y ninguna pretende viajar. Lo que les congrega allí son las mercancías, presumiblemente baratas, que traen los comerciantes mongoles. Abundan abrigos, mantas y toallas, pero adentrándose en la masa humana que se forma en la estación, uno encuentra zapatos, bolsos, ropa interior... los maniquís suben y bajan, pasajeros de plástico sin equipaje y sin billete; y las babushkas ofrecen al viajero de qué alimentarse. El tren se mueve, las últimas transacciones tienen lugar apresuradamente por las ventanas y poco a poco la serpiente de hierro recobra la tranquilidad sumergiéndose en un sueño del que no despertará hasta la siguiente parada.
En este centro comercial con ruedas metálicas llego a Moscú, cinco días después, dos libros después, veinte horas de música después, seis paquetes de noodles y treinta cafés después de abandonar Mongolia, esta vez con los papeles en regla y el consentimiento explícito de las autoridades rusas.
Los rigores burocráticos del imperio más extenso de la tierra no me permiten más que una corta visita para recordar aquella vez en que las sandías se convirtieron en souvenir, las calles en laberinto y los recuerdos de la noche en imágenes efímeras vividas en tercera persona. (1)
Un día para apreciar la belleza de las rusas, los desmanes arquitectónicos de la paranoia soviética y la exuberancia exagerada de la catedral de san Basilio y del metro de Moscú. Un día para visitar la ciudad antes de tomar de nuevo el tren hacia los países del Báltico.
(1) Referencia a un viaje anterior a Rusia en el que nuestra juventud pasajera y nuestra perenne falta de lucidez nos llevaron a cometer alguna que otra locura...

Thursday, October 9, 2008

MONGOLIA


Inmersos en el sopor hipnótico del que viaja en el tiempo, entramos en Mongolia imaginando presentes, futuros y pasados abrazados a una ventanilla que nos enseña, por si alguna vez lo olvidamos, que viajar es soñar, siempre soñar. Soñar con el próximo viaje y con el regreso. Soñar con volver a abrazar a los que dejamos en casa y con conocer a los que aun no estaban. Soñar con nuevos amigos, con otra puesta de sol y con leyendas de viejos sabios. Viajar es vivir soñando, no importa dónde dormirás mañana, no importa el destino, y eso lo aprendemos bien en este país, al principio meta final de este viaje.
Mongolia resulta ser una pequeña decepción, posiblemente provocada por las altas expectativas que abrigábamos antes de llegar; y sin duda alimentada por la actitud de sus gentes que no han sabido asimilar el impacto destructivo del turismo, que con su toque nefasto de rey Midas, convierte en cuestión de dinero todo lo que toca. Aun así, los casi dos meses que he pasado en esta tierra no han estado exentos de aventuras, fuertes emociones y encuentros interesantes que han dejado una huella que perdurará para siempre en mi memoria.

UN TOUR POR EL DESIERTO.
Los primeros días en Ulan Bator reciben calurosamente la visita de Solene, que llegó dispuesta a comerse el mundo de un bocado y a recorrer todo el país en las tres semanas escasas de que disponía. La realidad la devuelve a su sitio, las carreteras mongolas imponen su voluntad y filtran la llegada de viajeros a los lugares más inhóspitos. El tiempo y el dinero marcan su ritmo y optamos por seguir la ruta más transitada para visitar el desierto del Gobi. Tiempo habrá después para sacar el pulgar a pasear y rezar a los dioses de la carretera para que no nos dejen tirados en la cuneta.
No hay misterios, un tour es un tour y cada vez que me encuentro en uno me prometo que esta vez será la última. Poco a poco la monotonía del paisaje se suma a las largas horas en los asientos de la vieja furgoneta rusa y sólo alguna puesta de sol, alguna noche durmiendo bajo miles de estrellas, aplacan la impaciencia que provocan el tedioso paseo a camello o la parada obligatoria para la foto de grupo. Esta vez sí, me juro con vehemencia, esta vez es la última o cuelgo la mochila de una vez por todas.

¿QUIEN ME ROBO EL VERANO?
Una tarde cualquiera del mes de agosto abandonamos el grupo con una gran sonrisa, todavía no sé si provocada por la alegría o por el intenso frío que se clava en los huesos. Sorprendidos por el duro clima de la supuesta tierra del cielo azul nos embarcamos en un abarrotado autobús dispuestos a trazar nuestro camino. Lejos ya del alcance del manto protector de las compañías turísticas, comenzamos a sufrir los primeros problemas con los conductores locales, que tienen asumido no sólo que todo turista es inmensamente rico, no sólo que por una extraña razón el viajero repartirá con alegría el dinero sin importarle lo más mínimo, sino que asumen también que es su obligación apoderarse de la mayor cantidad posible del tesoro del extraño. Obviamente esta filosofía es incompatible con la mía, y lo que es más importante, con la situación de mis arcas, por lo que me veo obligado a sacar el genio en más de una ocasión para persuadirles de su error.
En el lago blanco conocemos a una pareja de franceses que han llegado desde Europa con su vieja caravana, y que nos proponen acompañarles en su camino hacia el norte. El clima empeora y las fuertes lluvias convierten las pistas en terreno imposible para la camioneta, demasiado cansada para luchar con las duras condiciones. Con grandes esfuerzos avanzamos terreno, a veces la máquina nos lleva, a veces somos nosotros los que la sacamos a ella de las trampas de la ruta. Sin darnos cuenta van cayendo las hojas del calendario en un otoño prematuro y la hora llega de regresar a la capital para despedirse de una Sol eclipsada por la dureza del viaje y por el peso de sus propias preocupaciones que no supo dejar atrás.

UN ANIVERSARIO MEMORABLE.
Con todo el tiempo del mundo por delante, un presupuesto que toca a su fin y frente a un mapa de Mongolia, decido que ya ha llegado la hora de rendir visita a los apus del lugar. Sin demasiado tiempo para reflexionar uno mis fuerzas a un grupo desigual de viajeros a los que sólo me une el objetivo común de llegar a las montañas del oeste. Juntos atravesamos el país en dos todoterreno alquilados para la ocasión, acampando en la estepa y disfrutando de una vida nómada que nuestros chóferes se empeñan en estropear haciéndonos revivir malas experiencias pasadas. No hay nada que una al extranjero y al mongol más allá de los papeles coloreados que pudren las almas de los ávaros. Con una pequeña batalla campal les despedimos deseando olvidarnos de todo perdiéndonos en la soledad fría de las montañas.
Los días se suceden regalándonos paisajes otoñales y las noches nos castigan en nuestras casas de papel con temperaturas de invierno. Poco a poco vamos recorriendo una senda gastada por el ganado, descubriendo nuevos paisajes y despidiendo a los verdaderos nómadas que recogen sus enseres a nuestro paso para escapar de un clima demasiado duro para las personas y para las bestias. Nos adentramos en el valle, aparecen glaciares y cimas majestuosas ninguneando con su belleza los pesares de la travesía.
Penúltimo día de septiembre, las primeras luces del alba me sacan de la calidez de mi saco de dormir para presenciar un amanecer de lujo que brindo a mi sobrino Víctor en su quinto cumpleaños. Con dificultad me calzo las botas, literalmente congeladas durante la noche, y poco a poco desciendo hasta el glaciar con la única compañía del crujir de mis pasos en la nieve absorto por la luz cambiante que desciende lentamente de las cumbres nevadas. Cuando regreso al campamento todo el mundo esta preparado para ascender el que creemos será el último puerto de la travesía.
Avanzamos con calma confiando que los apus nos serán favorables una vez mas, pero casi sin darnos cuenta nos vemos atrapados en medio de una furiosa tormenta que ciega nuestros pasos y nuestro entendimiento. El grupo, presa del desconcierto y de la histeria se resquebraja. Confundidos por el viento, un mapa inútil y por el chullanchaqui que me tiene manía, Henry el inglés y yo, cruzamos inadvertidamente y sin papeles la frontera de Rusia, contentos por dejar atrás la histeria del resto del grupo y la hostilidad de la montaña.


UN PERCANCE DE PROPORCIONES INTERNACIONALES.
Desde el momento en que vislumbramos la bandera tricolor del puesto militar ondeando al viento, nuestra vida se convierte en una sucesión de acontecimientos asombrosos. Después de superar la sorpresa, el mando del fuerte comienza a gestionar nuestros destinos. Las horas pasan vacías, la comida es buena y las sonrisas cómplices de la tropa nos tranquilizan. A media tarde, enfundados en un grueso abrigo prestado para soportar el frío extremo de Siberia, el capitán nos embarca en la parte trasera de un vehículo y nos despide con un forzado “go home”.
En el remolque abierto a la intemperie, escoltados por dos guardas armados con su kalashnikov, la oscuridad se cierra, la nieve arrecia y el camión avanza a duras penas abriéndose paso entre el espeso manto. Perdidos en ninguna parte nos hacen descender y caminar en la noche siguiendo el paso apresurado de nuestros centinelas. Con dificultad marchamos a ciegas intentando no caer al precipicio que se adivina, la capa de nieve sobrepasa nuestras rodillas, el grueso abrigo es un estorbo y el ánimo ensombrecido por la incertidumbre no ayuda a aguantar el ritmo experto del que fue entrenado para luchar contra los rigores del invierno siberiano. Al llegar a nuestro destino, un coche espera para transportarnos durante el resto de la noche a la ciudad más próxima y depositarnos en el cuartel como sospechosos de espionaje.
Los interrogatorios se suceden, el trato es excelente y si no fuera porque cada vez que vamos al baño nos acompaña un guardia, creeríamos que estamos en uno de tantos hostales. Pasamos las horas muertas jugando al ping-pong con nuestros captores hasta que por fin llega la hora de despedirnos del lugar. Se ha deshecho el entuerto, las autoridades mongolas nos recibirán en la frontera para devolvernos la libertad. El mando del cuartel nos despide con una sonrisa amable desde la ventana y abandonamos Rusia con la música kazaka a todo volumen en medio de un ambiente de fiesta. Al llegar al puesto fronterizo todavía nos aguarda una sorpresa. Los militares mongoles que han de hacerse cargo de nuestro traspaso, completamente ebrios, no aciertan a cumplimentar el papeleo. Asistimos a un espectáculo lamentable y divertido a la vez. Entre vomiteras y abrazos paposos, la armada rusa nos deja al amparo del grupo de borrachos. ¡Que dios nos pille confesados!
Mongolia nos recibe como siempre, los trámites de este lado de la frontera se reducen a una simple cuestión de dólares, y nuestra vida tranquila de turista vuelve a la normalidad.
De nuevo en Ulan Bator, tres días sin hacer nada a la espera del tren que me devolverá a Europa, me ayudarán a reposar y a asimilar las intensas experiencias vividas en la tierra de Gengis Khan.

Nota: Aunque he criticado fuertemente la actitud de los mongoles para con el turista, me gustaría resaltar que esta crítica ha sido provocada por mis experiencias y que soy consciente de que siempre que uno generaliza a todo un país esta cometiendo una injusticia. Mis disculpas pues a los pocos mongoles honestos que conocí y a los muchos que no se cruzaron en mi camino.