Sunday, October 28, 2007

OLOR A CASTAÑAS ASADAS


La capital de Croacia nos recibe con los brazos abiertos. Siempre nos gustó la sensación de llegar a una ciudad por primera vez, los sentidos alerta para captar primeras impresiones (y para que no nos roben la cartera); el reto de entrar en un laberinto del que no sabemos si seremos capaces de salir y un cosquilleo nervioso que recorre todo el cuerpo ante la idea de sentirse un extraño en tierra ajena.

La primera impresión que Zagreb ofrece al visitante es de paz, quizás es porque eso mismo es lo que sus habitantes desean después de haber sufrido los desastres de la guerra. Si uno llega en un radiante día soleado, tiene que apretar fuerte los dientes para no expresar la desgastada idea de que se podría comparar con París o con Praga, que parecen ser las ciudades de referencia que todo el mundo usa.

-!Pues no! Se parece a Zagreb, ?o acaso no lo ves? Banderas croatas, tranvías croatas, !uy, una bandera francesa! Pero bueno, ese es el instituto francés de Zagreb; sí, definitivamente es Zagreb y eso es lo que parece.

Durante dos días nos perdemos por sus calles, tomamos café en sus terrazas y nos divertimos haciendo fotos en el famoso mercado de Dolac, donde una mezcla agridulce de ancianas tocadas con pañuelos anudados bajo la barbilla, venden frutas y verduras, y sonrisas, y muecas serias, y trocitos regalados de queso, y besos al bronce de las estatuas y la experiencia de toda una vida resumida en un par de frases dichas en una lengua que se nos antoja más laberinto que la propia ciudad. Menos mal que existen los ojos, que le traducen al alma lo que la razón no entiende.

Descubrimos la catedral y algún que otro museo; nos plantamos ante la puerta de más de un teatro como niños pobres frente al ventanal de un restaurante. Los museos nos aburren, rezar se nos olvidó, y la entrada del teatro se escapó de nuestro presupuesto; así que ha llegado la hora de huir hacia adelante.

-?Sabes que s´que es cierto que me recuerda un poco a París?

- Dí lo que quieras, pero lo que yo no olvidaré de Zagreb es el olor de sus calles a castañas asadas.

LA IGLESIA FLOTANTE


Deliberadamente nos alejamos de toda posible ruta que pudiera haber seguido Marco Polo para crear nuestro propio camino. No pretendemos comerciar más que con alguna mirada furtiva al fondo de las gentes que el futuro nos imponga, así que ningún sentido tiene buscar el camino más recto, el atajo que nos acerque aceleradamente a un destino que nadie nos fijó.
Recuperada nuestra libertad, dejamos Liubliana y guiamos nuestras brújulas a los pies de las montañas más altas de Eslovenia. En Bled, la iglesia de la Asunción se refleja en un cielo azul, ofreciendo un precioso lugar de recogimiento y oración a los pescados del lago. Las campanas tañen bajo el agua y su eco se reparte por el valle completando la estampa.

La figura del monte Triglav preside la vida de estos valles y la tentación de charlas con sus Apus provoca un cosquilleo en nuestras piernas ansiosas por sentir de nuevo la dureza de la roca; las circunstancias aconsejan calma y decidimos dejar la visita para una mejor ocasión, conformándonos con un pequeño chapuzón en los colores que el otoño pintó con la habilidad de un maestro milenario.

Siempre mirando hacia atrás abandonamos Bled como emperadores romanos en actitud compasiva; prometiéndonos a nosotros mismos que si en otra ocasión volvemos a estas montañas no dejaremos escapar la oportunidad de subir a charlar con el monte Triglav.

Nuestros intentos de conseguir un transporte gratuito fracasan rotundamente y, cansados de juegos absurdos y de sonrisas (verdaderas y falsas) regaladas, abandonamos el arcén para cambiarlo por una escalera horizontal e infinita, que nos mecerá con su lento traqueteo hasta Zagreb.

LA RIQUEZA SE MIDE EN MINUTOS

Un puñado de calles acurrucadas al abrigo del castillo salvan a Liubliana de ser una ciudad sin ningún atractivo. En esas calles se concentra la vida de la capital, y en sus terrazas se solean los eslovenos, que según hemos podido comprobrar, gustan de disfrutar de una buena cerveza o de un café en compañía.
Las garras del crudo invierno van arañando las ventanas de la vieja Europa y mientras los días son todavía benignos y el sol cuelga del cielo el tiempo suficiente, sus calles gozan de un último aliento de vida que poco a poco se irá apagando con la llegada de los primeros hielos. Mientras no llegue ese momento, aprovecharemos hasta el último rayo para mezclarnos entre la masa de paseantes e ir descubriendo sin prisas, sabedores de que el reloj no corre en nuestra contra.
Liubliana no da para más, así que decidimos abandonarla a la búsqueda de unas montañas que prometen despertar nuestros sentidos ávidos de nuevoas estímulos y desperezar nuestras piernas aburguesadas ya por la naturaleza de nuestro viaje.

Friday, October 26, 2007

DOS NOCHES EN PRISION


Seguimos mirando al Adriático mientras nos sumergimos en las estrechas calles de Piran. Un mar antiguamente punto de partida de mercaderes en busca de fortuna, de guerreros en busca de batalla y de almas en pena en busca de aventuras.


Piran nos obsequia con poco más que su hospitalidad y su calma; hartos ya de jugar con nuestras propias sombras decidimos presentarnos ante la capital de la pequeña república. Liubliana no dista más de una centena de kilómetros de la costa, por la ventana del bus vamos viendo viajar al otoño entre las copas de los árboles que se despojan de las galas que les regaló la naturaleza cuando el año no había hecho más que empezar, cuando este viaje era todavía un sueño incierto. Nosotros viajamos también, en el presente con las piernas incómodas por la estrechez de los asientos; y en el pasado, medio en sueños, porque la sensación de estar de nuevo en camino hacia ninguna parte evoca otros destinos, otros otoños en los que viajábamos soñando en los viajes del futuro.

Vaivenes del autobús, cabezadas robadas a una carretera secundaria nos conducen casi sin darnos cuenta a Liubliana; en donde, gracias a la guía que compramos en el último momento, encontramos un lugar para pasar la noche en la más que decente celda de una antigua prisión convertida hoy en hotel para mochileros.

DE VENECIA A PIRAN EN PRIMERA CLASE


Siempre algo queda atrás cuando uno dice adiós a una ciudad como Venecia, nuestros recuerdos quedarán allí flotando y cargaremos el olvido en la mochila, cuestión de peso.
Tomamos un tren hacia Trieste ajenos a las normas que rigen las vidas de los italianos. Ignorando que el peso de la ley se cernía sobre nuestras cabezas matábamos el rato a golpe de naipe mientras un revisor, fiel guardián, celoso de sus leyes, afilaba la punta de su lapicero para rematar con una estocada manuscrita una multa de mil euros.
- Pero si hemos comprado el billete! -Protestamos al unísono.
- Sí, pero hay que validarlo antes de subir al tren. Son mil euros. - Sentencia el juez, jurado y verdugo en un inglés improvisado. Aún a sabiedas de que ha confundido las centenas con el milenio y que su actitud es propia de otro siglo, nos negamos en rotundo a pagar - faltaría más!- al final todo se soluciona bajando al andén en la siguiente estación e insertando el maldito billete en la dichosa maquinita.
Sin mayor novedad conseguimos llegar a Piran contagiándonos al instante de la tranquilidad que inunda sus calles, de luto por la muerte de un verano que a buen seguro animó sus playas hoy desiertas.

ARRIVEDERCI AMIGOS


Los últimos días antes de la partida fueron un frenesí de despedidas, de "cuídate muchos" y de algún "te quise" robado. A la llegada a la ciudad romántica por excelencia nuestros corazones estaban en "cierre por derribo" a causa de tanto abandono. Dos días hicieron falta para recoger los pedazos, levantar la cabeza y volver a ver brillar el sol en el horizonte. Un horizonte amplio, dudoso, esquivo y prometedor que se presenta ante nuestros espíritus contrarios al reposo.
Nos abrimos paso ante la maraña e turistas, queremos sentirnos diferentes pero a los ojos de un observador imparcial, sea gondolero o no, somos parte de la gran marea que sube y baja según la estación del año. Bueno no, el gondolero si sabe, él ve en nuestras mochilas gastadas unos bolsillos incapaces de pagar una tarifa pensada para enamorados.
Recorremos cada calle, nos sumergimos en cada canal con mirada observadora, buscando en los reflejos la fotografía escondida, el instante robado que nos hará diferentes. Las piernas reclaman su merecido descanso, hartas de flotar en una isla de sueños de cristal (de Murano) y nuestras almas de viajero, impacientes por abandonar al turista y comenzar la aventura, nos empujan hacia el este a descubrir nuevas lenguas, nuevas visiones de este loco mundo que por ser redondo como una pelota nos une a todos en un destino común.