Aprovechando el clima benigno de Efeso nos regalamos con una comida al sol para acumular todo el calor posible antes de tomar el bus con destino a Capadocia. Nos llegan rumores de temperaturas bajo cero, pero ni todo el hielo del mundo nos impedirá visitar una tierra llena de magia, de paisajes imposibles, casi obscenos, en los que las formas del hombre y la mujer se alternan a capricho del agua.
Tras una larga noche de viaje el sol llama a las ventanas para despertarnos, para mostrarnos la belleza del desierto bajo la nieve, para tentarnos con la silueta recortada contra la luz del alba de montañas que invitan a caminar sin descanso.
En Goreme nos encontramos con Ale y María, dos chilenas que conocimos en Estambul, y unimos fuerzas para alquilar cuatro ruedas que nos permitan visitar la luna a nuestro antojo. Juntos nos dejamos hipnotizar por un paisaje que luce espléndido bajo un sol generoso; el frío es intenso y la nieve no alcanza a ceder ante sus rayos. Caminamos boquiabiertos por los valles, cerramos los ojos para sentir la agitación en la vida de los caravanserais en los días de esplendor de la ruta de la seda y nos perdemos en ciudades subterráneas y cuevas que sirvieron de hogar hace siglos. Regresan las chilenas al suyo y nosotros nos quedamos en la nuestra para seguir conociendo, esta vez a pie, el laberinto que rodea Goreme.
Françoise se une al grupo para llenar el vacío que dejaron nuestras amigas y nos empuja con entusiasmo a recorrer mas kilómetros de los que quisieran nuestros ánimos aburguesados por el coche. Medio guia medio sirena, Françoise nos muestra hasta el último rincón con su mapa hecho jirones y nos empuja a celebrar con vino de la tierra el cumpleaños de un Guillem que abandonó los veinte viendo desperezarse a la luna llena mientras el sol, fatigado, incendiaba el horizonte.
Con tristeza nos despedimos de otra amiga que nos regaló el viaje, maldiciendo entre dientes el destino del viajero condenado eternamente a decir adiós.