Nuestro calendario de visados nos obliga a elegir entre visitar dos países a toda prisa o dejar uno para mejor ocasión. Georgia pierde la partida y la abandonamos para constatar, decepcionados, que nuestras gestiones diplomáticas tampoco tienen éxito en Yerevan; Turkmenistán esta resultando un escollo, tendremos que tentar a la diosa fortuna en Irán u olvidarlo para siempre.
Armenia guarda celosamente su magia para descubrirla solo ante el viajero que se tome la molestia de enfrentarse a las mil y una dificultades que supone desplazarse por el país; más aún en invierno cuando las carreteras quedan sepultadas por la nieve, y superar cada puerto se revela una batalla a muerte para los viejos autobuses soviéticos. Milagrosamente, estas piezas de museo prestan todavía hoy su servicio, y van dejando atrás las montañas ante nuestra incrédula mirada y la conversación impasible de las señoras, que ni siquiera se ve perturbada cuando la mitad del pasaje se tiene que apear del bus y sembrar la vía de ramas y tierra para salvar así una impasable placa de hielo.
Los encantos del país quedan eclipsados por la arquitectura insípida y gris de sus ciudades y por el riguroso invierno. La deprimente población de Alaverdi está dividida por un corte vertical en el paisaje. Cuando uno llega allí quiere escapar cuanto antes; sin embargo, si uno supera ese primer impulso, descubre con agradable sorpresa los monasterios de Sanahin y Aghpat. En Alaverdi nos alojamos en la casa de una señora que presta el servicio que dejo de dar el ruinoso hotel Debed. Allí paran cada noche los transportistas que viajan por el valle y cuando oscurece beben lo que ganaron por el día. Entablamos conversación con un par de camioneros que generosamente nos ofrecen una cerveza. Incapaces de declinar sus continuas invitaciones la charla se va entorpeciendo por los vapores del alcohol, la cerveza deja paso al vodka, y nos vemos obligados a hacer gala de todos nuestros recursos mímicos para rechazar, sin ofender, el alquiler de compañía femenina.
Seguimos rumbo hacia el sur. El viejo Ararat sigue proyectando su sombra sobre el país aunque ya no forme parte de él. Vamos descubriendo a sorbos el paisaje, desenterrando de bajo la nieve monasterios y viejos caranvanserais de la ruta de la seda. Nos plantamos absortos a los pies del monasterio de Tatev, casi más impresionados por la carretera que nos llevo hasta él, que por la magnífica construcción del siglo IX. A estas alturas ya no nos sorprende el tener que desmontar para ayudar con nuestro esfuerzo a nuestro transporte a salir de la nieve; pero esta vez llegamos a Tatev sin respiración y con las mandíbulas doloridas de tanto apretar los dientes.
En Kapan la encantadora Penny nos regala con su hospitalidad y nos hace disfrutar de dos días de comidas caseras y de reuniones entre amigos, a cambio de una tortilla de patata. Con la sensación de haber pasado por casa por un instante, negociamos por última vez el precio de nuestros asientos en la marshrutka, cruzando los dedos para desear con todas nuestras fuerzas que en Irán se haya terminado ya el invierno.