Thursday, May 29, 2008

EL TECHO DEL MUNDO I


Las ciudades de la antigua Unión Soviética y la burocracia están unidas por un lazo inseparable, y a pesar de tener todos los visados en regla, en Dushanbe tenemos que llevar al límite, una vez más, nuestros escasos conocimientos de ruso para cumplir todos los requisitos que exige el gobierno Tajiko. Un registro, un permiso para acceder a ciertos lugares del país, una mala excusa para dejar al visitante desprovisto de divisas.
Nos quedamos en la capital el tiempo justo para que sonrían las estatuas de Lenin al ver que sus viejos métodos siguen todavía vigentes. Ponemos tierra de por medio con impaciencia por llegar al legendario Pamir, el techo del mundo, un nudo montañoso del que se van deshilachando las cordilleras más imponentes del planeta. El Tian Shan, el Karakorum, el Hindu Kush, parten de este lugar creando barreras inmensas y modelando las costumbres de sus habitantes a fuerza de luchar contra la adversidad.
El viaje desde Dushanbe hasta Khorog lo hacemos en una antigua máquina rusa que todavía supera con fuerza los peores tramos de la ruta. Enlatados en la estructura metálica vamos botando durante horas al ritmo que marcan los baches. Unos golpecitos en el hombro, hay que anunciar al turista que al otro lado del río esta Afghanistán, eso seguro que le impresiona. Abrimos bien los ojos y escudriñamos cada hueco en la roca, cada recodo del río, y, después de convencernos de que por allí no anda Bin Laden, nos dejamos atrapar de nuevo en el sopor que provoca un viaje que dura ya demasiado.
Por fin ponemos el pie en Khorog, más de veinte horas de música estridente, esqueletos de tanques de guerra abandonados en la cuneta, un estupendo paisaje y la amenaza del hombre más buscado, nos han dejado a las puertas de la que fue bautizada como la autopista del Pamir; ochocientos kilómetros de carretera sin asfaltar en su mayor parte, con fama de transcurrir por uno de los parajes más bellos del Asia Central.
Dispuestos a abordar cualquiera de los muchos camiones que suponemos harán el recorrido, aparcamos nuestros bultos junto a la ruta. Hay menos tráfico del esperado y comprobamos que la tarea va a ser más difícil de lo previsto.
La primera jornada nos lleva hasta Jelandy, un pequeño conjunto de casas encerrado entre montañas, donde nos esperan unas aguas termales que relajan nuestros entumecidos músculos de viajero. El segundo tramo resulta mucho más complicado, apenas vemos un vehículo en todo el día, y los que pasan van cargados en exceso o piden demasiado. Apostados junto a una vieja caseta vemos pasar las horas, abrumados por un estruendoso silencio roto de vez en cuando por el silbido del viento; las más de las veces; o por el ruido lejano de un motor que nos saca de nuestro letargo para volvernos a sumir de nuevo en la decepción de un coche que pasa de largo, o que circula en sentido contrario. Así pasamos dos días hasta que un alma caritativa se apiada de las nuestras a un precio moderado.
El maltrecho todoterreno resopla en las cuestas, dejando atrás la que fue nuestra cárcel sin rejas, abriéndonos de nuevo el horizonte a un paisaje salvaje, imponente como sólo lo pueden ser los grandes espacios abiertos. Un desierto lleno de vida que únicamente los pobres se atreven a habitar porque nada tienen que perder...

Saturday, May 17, 2008

NO PASARAN


Nuestras horas en Tashkent llegan a su fin, los últimos papeles, una última lucha contra los burócratas, batalla perdida de antemano; y un último paseo por aquel extraño parque, cementerio de reliquias de una guerra, mientras Guillem se intenta deshacer de la moneda local, que de nada le servirá en nuestro próximo destino. Un grupo de ancianos, uniformados todos y todos con las chaquetas rebosantes de condecoraciones; obsequios sin valor al valor en la batalla, o a la tenacidad en los despachos; quizás los padres de la burocracia que hoy atormenta al ciudadano de cualquier ex-república de la desaparecida Unión Soviética. Parecen celebrar que siguen vivos después de aquella guerra; y después de los más de sesenta años que tuvieron que seguir luchando para no sucumbir en sus propias trampas, para llegar a lucir todas esas medallas un espléndido día de Mayo de 2008. Se entusiasman con la idea de que vengo de España, me hablan de Dolores mientras levantan el puño al grito de "!no pasarán!" Con el alborozo de un grupo de colegiales en plena excursión me obligan a montar en su autobús y me invitan a celebrar que siguen vivos, que seguimos vivos, y que a pesar de que pasar sí que pasaron, hoy, un espléndido día de Mayo de 2008, ellos han vencido a la muerte y no falta el vodka para celebrarlo.
Con rabia por no poder preguntarles todo lo que quisiera saber, todo lo que podría contarme este episodio de la historia reunido en un banquete, me lanzo a una sesión fotográfica que levanta las sospechas del jefe de la policía secreta. Momentos de tensión, -incluso llego a temer que me confisquen la cámara-, se acaban de un plumazo cuando uno de los ancianos, del que más medallas cuelgan de su chaqueta, me arranca de las garras del funcionario para que le tome unas fotos rodeado de azafatas.

- !Si señor! Que la vida son cuatro días y a ver cuando se va a ver usted en otra como esta, rodeado de mujeres bonitas. Además a mi me viene de puta madre para que me olvide ese plasta. ?Qué perfil quiere? ?El de la derecha o el de la izquierda?

Con una pequeña historia de espías y agentes del KGB se terminan nuestros días en Uzbekistán. Las montañas del país vecino nos aguardan y no podemos defraudarlas.
Una semana en Penjikent, la visita a los lagos de Kulikalon y de Dushakha, unos días de acampada bajo las estrellas, arrimándonos al calor del fuego durante la noche y bañándonos en las gélidas aguas al abrigo del calor del sol, recargan nuestras energías, nos hacen olvidar el tedio de la ciudad y llenan nuestros pulmones de aire fresco. Preludio de lo que nos espera bajo las altas cumbres del Pamir.
Abandonar Penjikent no es barato y nos embarcamos en una larga jornada de autobuses destartalados y de negociaciones con camioneros para superar la distancia que la separa de la capital, Dushanbe, por una maltrecha carretera y un larguísimo túnel que parece la mismísima entrada del infierno. El asombro que nos producen los paisajes que se van descubriendo a la vuelta de cada curva, en cada cambio de pendiente del terreno, nos hace olvidar el dolor de nuestros huesos que aumenta sin remedio hora tras hora de un viaje que transcurre por una ruta que parece pensada para dificultar el transporte, como si estuviera construida con las mismas consignas que utilizaban los abuelos de Tashkent, como si gritara puno en alto: "!no pasarán!"

Sunday, May 4, 2008

EL TIEMPO NO PARA


Deseosos de abrir nuevos horizontes, de abandonar el Uzbekistan más turístico y de acercarnos a esas montañas que se asoman en el horizonte, alquilamos una cama de fakir para tres en un viejo tren. No es tiempo de lujos y subimos al vagón armados con tres minúsculos pasteles de carne y de frutos secos, con la certeza de que la venta ambulante satisfará nuestras necesidades durante la noche.
Comienza el baile, el viejo motor de gasoil intoxica el aire y el convoy se mantiene en equilibrio sobre las vías como por arte de encantamiento. Las sacudidas del cuerpo despiertan los estómagos y los viajeros desenfundan sus provisiones para matar el hambre, indiferentes al traqueteo. La generosidad suple la falta de vendedores, y con nuestra bolsa de pipas y una sonrisa intentamos corresponder a nuestros compañeros de viaje. Acabado el frugal banquete, todos guardan sus enseres y cada uno intenta procurarse un lugar en el que dormir el tiempo.
El valle de la Fergana es tan amplio que los montes nevados siempre quedan lejos. Sus ciudades poco ofrecen al visitante ávido de emociones. Desorientados las vamos recorriendo una tras otra en busca de algo interesante que nos haga olvidar la pequeña decepción que supone esta región. Visitamos la fábrica de seda de Margilan, discutimos con la embriaguez de un recepcionista de Namangan, dormimos en casa de un taxista y jugamos a la pelota con el pequeño Aslam por no soportar la usura de sus hoteles. Casi sin querer aparecemos en un camping del pueblecito de Nanay, que nos tienta mostrándonos las impresionantes cumbres del Tian Shan; una promesa rota, sus nieves pertenecen a los kirguizos y nuestros pasaportes están en blanco.
Con rabia contenida bajamos al pueblo para alimentar al menos nuestras barrigas; no hay restaurante; un conductor risueño se acerca, nos indica que subamos a su furgoneta y nos descarga en un antro de juerguistas en el que nos es imposible terminar toda la comida o despreciar un trago de vodka. Nos retiramos a descansar; el estómago pesado y el espíritu liviano por el alcohol y las risas; para escapar a una borrachera inevitable si seguimos el ritmo de cada nuevo amigo que se suma al grupo.
Llega la noche y regresa de nuevo nuestro chófer. Manifiestamente ebrio nos apremia para que montemos en la furgoneta. Nuestras dudas sobre su capacidad de manejo se convierten en asombro cuando el que nos conduce hasta la casa es su hijo de diez años. Apenas alcanza los pedales y, con el cuello estirado por encima del volante, demuestra que la opción del niño es, sin duda, una alternativa mejor a la del borracho. Aparca y releva a su madre en la preparación de la cena mientras el padre nos instala, todavía perplejos, en el humilde comedor.
Regresamos a Tashkent con la alegría de haber descubierto un rincón en la Fergana que no olvidaremos nunca. El tiempo es imparable y san Felipe llega a su hora para robarnos la compañía de Sandra. Parece que fue ayer cuando vine a este maldito aeropuerto - que ayer me pareció lindo - a encontrar esa sonrisa que hoy nos deja, con lágrimas de abandono, a las puertas de un lugar pensado para los que no tuvieron nunca a nadie a quien decir adiós.