Las ciudades de la antigua Unión Soviética y la burocracia están unidas por un lazo inseparable, y a pesar de tener todos los visados en regla, en Dushanbe tenemos que llevar al límite, una vez más, nuestros escasos conocimientos de ruso para cumplir todos los requisitos que exige el gobierno Tajiko. Un registro, un permiso para acceder a ciertos lugares del país, una mala excusa para dejar al visitante desprovisto de divisas.
Nos quedamos en la capital el tiempo justo para que sonrían las estatuas de Lenin al ver que sus viejos métodos siguen todavía vigentes. Ponemos tierra de por medio con impaciencia por llegar al legendario Pamir, el techo del mundo, un nudo montañoso del que se van deshilachando las cordilleras más imponentes del planeta. El Tian Shan, el Karakorum, el Hindu Kush, parten de este lugar creando barreras inmensas y modelando las costumbres de sus habitantes a fuerza de luchar contra la adversidad.
El viaje desde Dushanbe hasta Khorog lo hacemos en una antigua máquina rusa que todavía supera con fuerza los peores tramos de la ruta. Enlatados en la estructura metálica vamos botando durante horas al ritmo que marcan los baches. Unos golpecitos en el hombro, hay que anunciar al turista que al otro lado del río esta Afghanistán, eso seguro que le impresiona. Abrimos bien los ojos y escudriñamos cada hueco en la roca, cada recodo del río, y, después de convencernos de que por allí no anda Bin Laden, nos dejamos atrapar de nuevo en el sopor que provoca un viaje que dura ya demasiado.
Por fin ponemos el pie en Khorog, más de veinte horas de música estridente, esqueletos de tanques de guerra abandonados en la cuneta, un estupendo paisaje y la amenaza del hombre más buscado, nos han dejado a las puertas de la que fue bautizada como la autopista del Pamir; ochocientos kilómetros de carretera sin asfaltar en su mayor parte, con fama de transcurrir por uno de los parajes más bellos del Asia Central.
Dispuestos a abordar cualquiera de los muchos camiones que suponemos harán el recorrido, aparcamos nuestros bultos junto a la ruta. Hay menos tráfico del esperado y comprobamos que la tarea va a ser más difícil de lo previsto.
La primera jornada nos lleva hasta Jelandy, un pequeño conjunto de casas encerrado entre montañas, donde nos esperan unas aguas termales que relajan nuestros entumecidos músculos de viajero. El segundo tramo resulta mucho más complicado, apenas vemos un vehículo en todo el día, y los que pasan van cargados en exceso o piden demasiado. Apostados junto a una vieja caseta vemos pasar las horas, abrumados por un estruendoso silencio roto de vez en cuando por el silbido del viento; las más de las veces; o por el ruido lejano de un motor que nos saca de nuestro letargo para volvernos a sumir de nuevo en la decepción de un coche que pasa de largo, o que circula en sentido contrario. Así pasamos dos días hasta que un alma caritativa se apiada de las nuestras a un precio moderado.
El maltrecho todoterreno resopla en las cuestas, dejando atrás la que fue nuestra cárcel sin rejas, abriéndonos de nuevo el horizonte a un paisaje salvaje, imponente como sólo lo pueden ser los grandes espacios abiertos. Un desierto lleno de vida que únicamente los pobres se atreven a habitar porque nada tienen que perder...