El tiempo no transcurre a bordo, viajar en barco parece una cosa de otro tiempo y la paciencia se pone a prueba entre el desayuno y la cena. Los que no tenemos prisa ni destino vemos las olas de la tarde dibujar las mismas formas de la mañana y la comida de la noche repetir los sabores del mediodía. De repente la litera deja de zarandearnos de lado a lado, señal inequívoca de que hemos entrado en el Estrecho del Bósforo; la silueta de Estambul se dibuja contra el sol de un nuevo día y la figura de los minaretes de las mezquitas anuncian la entrada a otro mundo.
En Estambul comienza la carrera por conseguir los visados que nos abrirán las puertas de Asia Central. La burocracia que regula los trámites nos obliga a quedarnos en la ciudad al menos un mes, tiempo más que suficiente para tomarle el pulso a la vida.Días antes de nuestra Navidad llega la fiesta musulmana del Bayran; según nos cuentan en la calle, el Bayran conmemora la historia compartida con los cristianos del profeta Abraham, al que su dios le pidió que sacrificara a su hijo; pero que en el último momento se conformó con un cordero. Para celebrarlo los musulmanes sacrifican durante cuatro días vacas y corderos; una parte de los cuales los regalan a los pobres, y otra la comen en familia a modo de nuestra Nochebuena. Se acaba la fiesta y la vida vuelve a la normalidad. Los turcos siguen su rumbo completamente indiferentes a las celebraciones que tienen lugar en la otra parte del mundo; en la nuestra, en la que nuestras familias y amigos están afilando los cuchillos para trinchar el pavo o cortar el bacalao.
Nosotros, a medio camino entre dos dioses, asistimos como espectadores a los sacrificios del Bayran, y brindamos con nostalgia por una Nochebuena que pasaremos a cientos de kilómetros
de los nuestros.
Nosotros, a medio camino entre dos dioses, asistimos como espectadores a los sacrificios del Bayran, y brindamos con nostalgia por una Nochebuena que pasaremos a cientos de kilómetros