En la tierra sagrada de Urfa no hay sitio para la nieve, ni en sus peores días la noche sucumbe al hielo. Posiblemente se deba a eso el carácter acogedor de sus gentes. Urfa es una mezcla de creencias, aquí tres religiones comparten profeta; los locales son medio turcos, medio sirios y no hay lugar en todo el país en el que darse un paseo por la calle sea tan entretenido como en la ciudad santa. Compartimos tabaco, chai y sonrisas provocadas por un vacío en el lenguaje; damos de comer a las carpas sagradas y nos dejamos deslumbrar por los hábitos coloridos de los peregrinos.
Por miedo a no quedarnos prendados para siempre huímos hacia Diyarbakir; donde su población luce orgullosa un corazón kurdo.
El laberinto de la parte antigua esconde la iglesia armena de Meyrem Ana. Llamamos a la puerta, -en el centro de una ciudad que tanto tiempo estuvo en armas, la minoría cristiana no confía demasiado en la calma-. En el patio se solea aburrido Murat; al vernos sale de su letargo y se autoproclama guía oficial a cambio de unas palabras en inglés. Con Murat vamos descubriendo la vida de la ciudad, nos abre los ojos a una minoría entre los menos y, junto con Melike, nos saca los colores al ritmo de una melodía kurda. Comprobado, las danzas tribales no son lo nuestro.
A pesar de nuestro guía abandonamos Diyarbakir para continuar rumbo a oriente. La carretera desaparece bajo la nieve y el chofer, hábil insensato, va trazando la ruta mientras mas de sesenta almas disfrutan inquietas del blanco paisaje. Al fin llegamos a los pies del mítico monte Ararat; sus puestas de sol nos hacen sentir culpables por los amaneceres que nos roba la pereza. El frío invierno lo es menos bajo el sol que nos acompaña cada día, y así disfrutamos en solitario de ciudades y palacios que hartos de ver amaneceres cayeron en ruinas manteniendo la altivez de tiempos mejores.
La antigua capital de Armenia descansa hoy en territorio turco; apenas ciento cincuenta kilómetros separan Ani de Yerevan, pero una estúpida frontera nos cierra el paso obligándonos a dejar Turquía dando un rodeo. Cruzamos los dedos, nos despedimos por fin del kebap y el baño turco, y antes de subir al bus miramos incrédulos el termómetro que, bajo el cero, no pasa de diez a pleno sol.
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