Por primera vez desde que comenzó el viaje mi rumbo busca la dirección del sol de poniente, por primera vez me dirijo a casa. Ulan Bator se difumina en el horizonte en un reguero deshilachado de yurtas y fábricas de lúgubre aspecto y mi mente está ya en Europa anticipándose a un cambio de cultura y de ritmo de vida que llegará sin duda con el cruce de los Urales.
Las horas pasan lentas, el vagón se sume en un letargo marcado por los ritmos acompasados de las vías hasta que, de repente, sin motivo aparente, los pasillos se llenan de vida, de embalajes extraños y el bullicio se apodera del arrullo hasta entonces omnipresente del tren. Aparecen las primeras casas, otra ciudad. Los dueños de los paquetes se agitan inquietos. Cientos de personas esperan en el andén y ninguna pretende viajar. Lo que les congrega allí son las mercancías, presumiblemente baratas, que traen los comerciantes mongoles. Abundan abrigos, mantas y toallas, pero adentrándose en la masa humana que se forma en la estación, uno encuentra zapatos, bolsos, ropa interior... los maniquís suben y bajan, pasajeros de plástico sin equipaje y sin billete; y las babushkas ofrecen al viajero de qué alimentarse. El tren se mueve, las últimas transacciones tienen lugar apresuradamente por las ventanas y poco a poco la serpiente de hierro recobra la tranquilidad sumergiéndose en un sueño del que no despertará hasta la siguiente parada.
En este centro comercial con ruedas metálicas llego a Moscú, cinco días después, dos libros después, veinte horas de música después, seis paquetes de noodles y treinta cafés después de abandonar Mongolia, esta vez con los papeles en regla y el consentimiento explícito de las autoridades rusas.
Los rigores burocráticos del imperio más extenso de la tierra no me permiten más que una corta visita para recordar aquella vez en que las sandías se convirtieron en souvenir, las calles en laberinto y los recuerdos de la noche en imágenes efímeras vividas en tercera persona. (1)
Un día para apreciar la belleza de las rusas, los desmanes arquitectónicos de la paranoia soviética y la exuberancia exagerada de la catedral de san Basilio y del metro de Moscú. Un día para visitar la ciudad antes de tomar de nuevo el tren hacia los países del Báltico.
Un día para apreciar la belleza de las rusas, los desmanes arquitectónicos de la paranoia soviética y la exuberancia exagerada de la catedral de san Basilio y del metro de Moscú. Un día para visitar la ciudad antes de tomar de nuevo el tren hacia los países del Báltico.
(1) Referencia a un viaje anterior a Rusia en el que nuestra juventud pasajera y nuestra perenne falta de lucidez nos llevaron a cometer alguna que otra locura...
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