Comienza el baile, el viejo motor de gasoil intoxica el aire y el convoy se mantiene en equilibrio sobre las vías como por arte de encantamiento. Las sacudidas del cuerpo despiertan los estómagos y los viajeros desenfundan sus provisiones para matar el hambre, indiferentes al traqueteo. La generosidad suple la falta de vendedores, y con nuestra bolsa de pipas y una sonrisa intentamos corresponder a nuestros compañeros de viaje. Acabado el frugal banquete, todos guardan sus enseres y cada uno intenta procurarse un lugar en el que dormir el tiempo.
El valle de la Fergana es tan amplio que los montes nevados siempre quedan lejos. Sus ciudades poco ofrecen al visitante ávido de emociones. Desorientados las vamos recorriendo una tras otra en busca de algo interesante que nos haga olvidar la pequeña decepción que supone esta región. Visitamos la fábrica de seda de Margilan, discutimos con la embriaguez de un recepcionista de Namangan, dormimos en casa de un taxista y jugamos a la pelota con el pequeño Aslam por no soportar la usura de sus hoteles. Casi sin querer aparecemos en un camping del pueblecito de Nanay, que nos tienta mostrándonos las impresionantes cumbres del Tian Shan; una promesa rota, sus nieves pertenecen a los kirguizos y nuestros pasaportes están en blanco.
Con rabia contenida bajamos al pueblo para alimentar al menos nuestras barrigas; no hay restaurante; un conductor risueño se acerca, nos indica que subamos a su furgoneta y nos descarga en un antro de juerguistas en el que nos es imposible terminar toda la comida o despreciar un trago de vodka. Nos retiramos a descansar; el estómago pesado y el espíritu liviano por el alcohol y las risas; para escapar a una borrachera inevitable si seguimos el ritmo de cada nuevo amigo que se suma al grupo.
Llega la noche y regresa de nuevo nuestro chófer. Manifiestamente ebrio nos apremia para que montemos en la furgoneta. Nuestras dudas sobre su capacidad de manejo se convierten en asombro cuando el que nos conduce hasta la casa es su hijo de diez años. Apenas alcanza los pedales y, con el cuello estirado por encima del volante, demuestra que la opción del niño es, sin duda, una alternativa mejor a la del borracho. Aparca y releva a su madre en la preparación de la cena mientras el padre nos instala, todavía perplejos, en el humilde comedor.
Regresamos a Tashkent con la alegría de haber descubierto un rincón en la Fergana que no olvidaremos nunca. El tiempo es imparable y san Felipe llega a su hora para robarnos la compañía de Sandra. Parece que fue ayer cuando vine a este maldito aeropuerto - que ayer me pareció lindo - a encontrar esa sonrisa que hoy nos deja, con lágrimas de abandono, a las puertas de un lugar pensado para los que no tuvieron nunca a nadie a quien decir adiós.
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