Nuestras horas en Tashkent llegan a su fin, los últimos papeles, una última lucha contra los burócratas, batalla perdida de antemano; y un último paseo por aquel extraño parque, cementerio de reliquias de una guerra, mientras Guillem se intenta deshacer de la moneda local, que de nada le servirá en nuestro próximo destino. Un grupo de ancianos, uniformados todos y todos con las chaquetas rebosantes de condecoraciones; obsequios sin valor al valor en la batalla, o a la tenacidad en los despachos; quizás los padres de la burocracia que hoy atormenta al ciudadano de cualquier ex-república de la desaparecida Unión Soviética. Parecen celebrar que siguen vivos después de aquella guerra; y después de los más de sesenta años que tuvieron que seguir luchando para no sucumbir en sus propias trampas, para llegar a lucir todas esas medallas un espléndido día de Mayo de 2008. Se entusiasman con la idea de que vengo de España, me hablan de Dolores mientras levantan el puño al grito de "!no pasarán!" Con el alborozo de un grupo de colegiales en plena excursión me obligan a montar en su autobús y me invitan a celebrar que siguen vivos, que seguimos vivos, y que a pesar de que pasar sí que pasaron, hoy, un espléndido día de Mayo de 2008, ellos han vencido a la muerte y no falta el vodka para celebrarlo.
Con rabia por no poder preguntarles todo lo que quisiera saber, todo lo que podría contarme este episodio de la historia reunido en un banquete, me lanzo a una sesión fotográfica que levanta las sospechas del jefe de la policía secreta. Momentos de tensión, -incluso llego a temer que me confisquen la cámara-, se acaban de un plumazo cuando uno de los ancianos, del que más medallas cuelgan de su chaqueta, me arranca de las garras del funcionario para que le tome unas fotos rodeado de azafatas.
- !Si señor! Que la vida son cuatro días y a ver cuando se va a ver usted en otra como esta, rodeado de mujeres bonitas. Además a mi me viene de puta madre para que me olvide ese plasta. ?Qué perfil quiere? ?El de la derecha o el de la izquierda?
Con una pequeña historia de espías y agentes del KGB se terminan nuestros días en Uzbekistán. Las montañas del país vecino nos aguardan y no podemos defraudarlas.
Una semana en Penjikent, la visita a los lagos de Kulikalon y de Dushakha, unos días de acampada bajo las estrellas, arrimándonos al calor del fuego durante la noche y bañándonos en las gélidas aguas al abrigo del calor del sol, recargan nuestras energías, nos hacen olvidar el tedio de la ciudad y llenan nuestros pulmones de aire fresco. Preludio de lo que nos espera bajo las altas cumbres del Pamir.
Abandonar Penjikent no es barato y nos embarcamos en una larga jornada de autobuses destartalados y de negociaciones con camioneros para superar la distancia que la separa de la capital, Dushanbe, por una maltrecha carretera y un larguísimo túnel que parece la mismísima entrada del infierno. El asombro que nos producen los paisajes que se van descubriendo a la vuelta de cada curva, en cada cambio de pendiente del terreno, nos hace olvidar el dolor de nuestros huesos que aumenta sin remedio hora tras hora de un viaje que transcurre por una ruta que parece pensada para dificultar el transporte, como si estuviera construida con las mismas consignas que utilizaban los abuelos de Tashkent, como si gritara puno en alto: "!no pasarán!"
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